
curaduría por Marcelo Campos y Filipe Graciano
La diáspora africana en Brasil constituyó un secuestro de los pueblos de aquel continente que, aquí, fueron esclavizados y configuraron un país con cerca del 56% de la población afrodescendiente. Uno de los mayores traumas de esta historia, como nos enseña Achille Mbembe, fue la dispersión de las comunidades. Sin embargo, entre un continente y otro, la presencia del océano alimentó narrativas y leyendas, relatos y sueños, asombros y esperanzas.
Paul Gilroy llamó el mar de la separación de Atlántico Negro. Rosana Paulino invítanos a reflexionar en un otro color: el rojo, de la sangre derramada de las víctimas. En las fábulas leído como la morada de sirenas, ese océano se impuso a la tradición de fiestas y ritos; de curación y dolor; lugar para tirar las flores del buen año; camino de las procesiones marítimas y, sobre todo, metáfora de muchas lágrimas. Conceição Evaristo, al pensar una negra madre, le diré de la humedad de tus ojos: “el color de los ojos de mi madre era el color de ojos del agua. Agua de mama Oxum. Ríos tranquilos, pero profundos y engañosos para quién contempla la vida solo por la superficie”.
Esta es una exposición que se inclina sobre eses encuentros con el océano. El de aquí y el de allá, lo mismo Atlántico, teñido de rojo y negro. Lo de doce artistas que imaginan, crean, inventan, fantasean y nos ofrecen el mar como archivo, memoria a sanar para que podamos cruzar los planos de la vida.
En Aline Motta, el mar salvado de una familia, cuya genealogía se tornó tarea y sorpresa,
por la violencia colonial que intentó borrar las pistas del parentesco; de Arjan Martins que nos propone poner boca abajo los barcos, los símbolos, las rutas, las que se han convertido en ruinas, manteniendo en harmonía los pueblos de aquí y allá; de Ayrson Heráclito en busca de la cura, del descargo, de los ebós (ofrendas y encantamientos para agradecer o pedir algo al los Orixás y entidades) realizados con hierbas, pembas (polvo de tiza y otros materiales) fumadores para purgar la carga espiritual de los monumentos que quedaron erigidos en fortalezas y puertos a ambos lados del Atlántico; de Azizi Cipriano, en el refugio de la orilla del mar o en las profundidades de la selva, la humedad de las tierras, la masa de modelar barro y el cuerpo no-binário a reinventarse en el contacto incorporado con las diosas, las iyabás; de Cipriano que ora, escribe y pronuncia la invocación a los irunmalés (los primeros habitantes que venían de más allá/orun para la tierra/aiyê; de Juliana dos Santos, cuyo azul marino renace del mar en las plantas, en las flores y que, ahora, toma otros matices, cómo si de todos los elementos del mundo, pudiéramos hacer polvos esenciales, memorables, cuyos colores desaparecen con la luz de los días y la “ceniza de las horas”, en las palabras del poeta; de Lídia Lisboa que del cuerpo de la mujer resalta los senos, las tetas, vertiendo leche en una trama de tiras y trenzas, coincidiendo con los mitos acuáticos en que de los senos de las sirenas lloraran los mares; de Moisés Patrício, dirigiendo su mirada para las cenas de casas de candomblé*, los de ahora y los ancestros fusionando la cerámica tradicional de las quartinhas, y el barro de los alguidares y porrões con el cemento, lo urbano, porque en la supervivencia de las tradiciones, la ciudad siempre ha estado presente; de Nádia Taquary, el océano que trae el don del pez, el arrastre de la platería reluciente que nos alimenta del hambre diaria y nos hace bendecidos por la Iyá, cuyos hijos son peces; de Rosana Paulino, el desastroso resultado del racismo que separa a blancas y negras, a las señoras y sus subalternas, en la explotación de la mano de la limpieza, pero que no impide que la familia se vea bordada en un vestido de recuerdos; de Thiago Costa, los signos resultantes de diferentes tradiciones – malê, bantu e nagô -, cuyos arañazos y dibujos fueran las armas que nos hicieran sobrevivir, flechas, cuchillos, hachas constantemente recordadas en metal y tegidos (axós) presentes en los afoxés carnavalescos; de Tiago Sant’Ana, el brillo del oro, en la conquista colonial y en la reapropriación del pueblo negro, que lo muestra en sonrisas, después del trabajo de las minas.
“Un océano para lavar las manos”, como en los versos de Chico Buarque y Edu Lobo, comienza en lo que Mbembe llamó de “la gran noche”, del color azul profundo, y repasa la ambiguedad de las acciones reparadoras: ¿Alguien hizo algo? ¿Podemos lavarnos las manos?
Aquí, el arte ha nacido en imágenes que jamás van a dejarnos olvidar, porque recuperan, en todo momento, borrones sobre los traumas para que podamos tacharlos y leerlos al mismo tiempo. Quizás, así, pensar en la palabra compuesta por el deseo del personaje de Conceição Evaristo, cuando dice: “quiero flotar en el fondo del mar. Quiero el fondo del mar-amor donde debe reinar la calma.” Flotar en el fondo, para nosotros, nunca fue surrealismo, todo lo contrario, flotar en el fondo es renacer del vientre de la madre, porque así vinimos al mundo, mucho antes. Nosotros, mismos, los propios barcos.
*Casas de espiritualidad afro-diaspóricas.
Marcelo Campos + Felipe Graciano
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